sábado, 23 de octubre de 2010

"Bienaventurados los Hoods de la justicia"

La última vez que robé un libro fue mientras caminaba[...]Entré por una solitaria callejuela de las que abundan, y  de pronto, tuve una pequeña casa esquinada llena de libros viejos en la puerta, y muchos más dentro de ella. Lo que saqué de esa mañana, aparte del Anarquía de González Prada,fueron dos inquietudes: por un lado, me extrañó saber que robar no me daba ningún placer y, por otro, pensé que yo no podía
haber sido el primero que, por pasión a la lectura y a la colección de libros, se haya cagado en el séptimo mandamiento de la ley de Dios.
 
Navegando en la web, en un artículo de elpais.com, se menciona que los ladrones de libros son tipos sobre los que es difícil depositar sospecha por algunas prejuiciosas razones: bien vestidos, educados, cultos y de buen gusto; pero ladrones al fin, dicen algunos comentarios. Sin embargo, diferencian los dos tipos de ladrones de libros que existen: los “reducidores”, que luego del robo venden el libro a un precio menor, cuestión que sucede muy a menudo en la UNMSM; y de los que leemos ahora, digámosles, “ladrones intelectuales”.
Este tema podría tornarse vicioso si es que se lee como un tema de delincuentes y oportunistas.
Lo que aquí prevalece es el axioma de considerar a la cultura como un (vale la analogía) libro abierto,de donde todos pueden aprender si gustan. Un ejemplo claro, es el del escritor argentino Héctor Yánover.
En su novela "Memorias de un Librero", narra sus años de experiencia como librero, y en conjunto justifica el robo (no de los reducidores, a quienes detesta) con la creencia que el conocimiento es un bien común.
En ese caso, el ladrón de libros es una simulación de Robin Hood. Yánover concluye su pensamiento diciendo que el que no robó nunca un libro es, a la cultura, como el virgen al sexo. Y eso, sí está feo.

La diferencia entre quienes roban para lucrar y los que lo hacen para leer –dice una periodista uruguaya– es que “un amante de la literatura no se va a robar nunca un libro de Paulo Coelho o de Isabel Allende. Más bien vas a la casa de algún ladrón intelectual y te dice: me acabo de robar la segunda edición de El Innombrable de Samuel Beckett y de la Editorial Sur”. Y así, podríamos mencionar un Fitzgerald, o un Carver, o un Borges de las mejores editoriales y de las ediciones más vetustas. Porque a los ladrones no sólo les interesa tener la novela, sino darse el lujo de decir, por ejemplo, que es de una edición española limitada.
Y, personalmente, les aseguro que en estos ladrones no existe mayor satisfacción que leer su nueva herramienta y atesorarla en su propia biblioteca, para de vez en mes, verla quieta y segura. Silenciosa entre sus tantas otras adquisiciones.

¿Habría alguien capaz de impedir que los lectores viciosos sigan satisfaciendo esta necesidad inmoral? Se dice que Otón II, emperador del Sacro Imperio romano (967-983), en una guerra de expansión, ordenó abrir el armario del monasterio de Saint Gallen (Suiza) y se llevó un solo ejemplar en el que se podía leer la siguiente advertencia:

"Que pierda su buena reputación, que jamás sea dichoso aquél que me robe.
Que arda en el fuego del infierno ese miserable."

Si cada libro tuviera esa inscripción, creo que sería más sencillo impedirlo. Pero como no es así, bienaventurados los Hoods de la justicia…